Brainrot I
26/11/2025
Un hombre entra en un kiosco 24 horas buscando una gaseosa fría.
Saluda.
El kiosquero no responde.
El hombre ignora que lo ignoraron.
Abre la heladera y busca una de esas bebidas envueltas en aluminio helado.
Y ahí lo ve: estante nuevo, bebidas nuevas, colores distintos de lo que permite la ANMAT o la sanidad pública. Los diseños, algunos holográficos, otros tornasol, texturadas como anfibio enojado. Una latita hasta late como un corazón lento.
Toma una color atardecer y lee en voz alta sin medir las consecuencias:
—Tung tung tung tung…
Una mano le tapa la boca de golpe.
El kiosquero, que antes estaba inerte en el mostrador, ahora está aterrado y temblando.
—¿Qué carajo estás haciendo? —le susurra una voz metálica.
—¿Vos querés que nos escuchen? —dice mientras gira lentamente la cabeza hacia la ventana, como si las cervicales activaran una alarma.
Detrás del vidrio están los chicos,
sus mochilas,
sus juguitos,
sus cortas edades,
sus teléfonos celulares optimizados para la idiotez del scroll infinito,
sus cabezas llenas del brainrot más puro de la ciudad.
—Qué me importa. ¡TUNG TUNG TUNG SAHUR! —dice él.
—Nos jodiste —contesta el kiosquero. Una gota de transpiración escapa de sus poros y resbala por su frente.
Uno de los chicos escucha.
Clava sus ojos en la lata.
Luego en el palo maderero del señor Tung Tung.
Su boca se abre más allá de la anatomía.
Un chillido ultrasónico llena el aire.
Los ojos de los demás se abren de par en par.
Entran como estampida de polillas al kiosco.
Los gritos son eclipsados por las latas reventando, las gaseosas fluyendo y la estampida de pasos.
Cuando terminan con su cometido, las latas yacen vacías y desparramadas por el piso. Coloridas, con nombres graciosos:
Ballerina Capuchina, Tralalero Tralalá, Crocodilo Bombardilo.
La trinidad del caos.
Del kiosquero y del tipo solo quedan huesos limpios, como si hubiesen sido lamidos y chupados con cuidado.