Brainrot II

Brainrot II

27/11/2025

La calle está vacía. Son las seis de la tarde. El sol está más bajo de lo normal.

Bajan dos oficiales del patrullero. Policía de Chubut.

Van a comprar puchos.

Antes de entrar al kiosco observan una especie de desastre.

Ambos sacan su arma reglamentaria.

La oficial Dorrego se queda cuidando la entrada. Fernández entra, examina el espacio. La luz fluorescente titila como si estuviese pidiendo ayuda en código morse.

No hay rastros del kiosquero.

En el piso yacen huesos extraños; intuyen algo innombrable. Limpios.

En la parte de atrás del establecimiento hay una puerta que da a un patio baldío, lleno de plantas salvajes que no ocultarían nada. ¿O sí?

—No hay peligro. Avisá a la Policía Científica —dice Fernández.

Vuelve a entrar. Roba un par de cigarrillos del estante. Dorrego quiere decir algo, pero se lo guarda.

Veinte minutos más tarde hay manos expertas colocando numeritos mientras Dorrego y Fernández mantienen a los curiosos afuera. No se dirigen la palabra.

Ya es casi de noche.

El oficial a cargo observa rigurosamente los detalles y busca pistas.

La gaseosa derramada por el piso sigue húmeda.

Las latas, desparramadas por el piso, una apunta a la puerta.

Los huesos, limpios, prístinos.

Agachado, con una rodilla mojada de sabor tutti frutti que sigue burbujeando en la tela oscura de su pantalón, murmura para sí mismo:

—No puede estar pasando otra vez.

—¿Qué cosa? —pregunta Dorrego, con esa voz sedosa que solo tienen quienes nacen para dedicarse a la locución.

Manuel se pone nervioso. La mira por un segundo antes de esquivarla. Junta sus herramientas y se va.

Entra en su Ford F100 viejita, celeste y confiable.

Esta vez tarda en arrancar.

Trata varias veces de darle encendido.

El carraspeo del motor lo inquieta; siente que algo no está bien. Observa el afuera: ya es de noche.

—Qué raro —piensa.

—No es invierno todavía —continúa.

La calle está vacía. Detrás de él, Fernández le ofrece a Dorrego un cigarrillo robado.

Ella duda. Él insiste con un movimiento leve de la mano, se lo acerca. Como quien dice mucho sin aliento, para quien sepa escuchar.

Después de años de trabajar juntos, ambos se leen como libros abiertos. No hacen falta palabras para comunicarse normalmente. Gestos mínimos revelan mundos, y esta tarde, Fernández sabe que Dorrego tiene algo para decir. Pero si la presiona no lo va a hacer.

Una polilla se acerca demasiado a la luz.

Es electrocutada.

El fluorescente, que venía diciendo SOS con su intermitencia, termina ahogado en una tormenta de electrones.

La camioneta Ford arranca y se aleja.

El kiosco permanece cerrado.